jueves, 26 de diciembre de 2019

Reseña: Qué difícil es ser dios

Qué difícil es ser dios.

Arkadi y Borís Strugatski.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Gigamesh. Col. Gigamesh Breve # 2. Barcelona, 2019. Título original: Tрудно быть богом. Traducción: Justo Vasco y Raquel Marqués. Ilustración de portada: Alejandro Terán. 340 páginas.

Un clásico dilema de la ciencia ficción envuelto en una gratificante aventura medieval: ¿Puede o debe el observador de una civilización menos avanzada que la propia inmiscuirse e intervenir en el desarrollo y destino de la observada? Una novela escrita en 1963 tras el telón de acero en la que, sin perder de vista el debido objetivo de sano entretenimiento, la carga política, irónica y reivindicativa frente al capitalismo y toda suerte de totalitarismos, incluido —o sobre todo— el régimen comunista opresivo bajo el que vivían los autores, se hace evidente y tan actual hoy como entonces. El progreso humano ha sido demasiadas veces acompañado de violencia y sangre, pero ¿es algo inevitable? El conocimiento ha sido algo a temer por parte de las élites dirigentes, algo a reprimir entre el pueblo, pero ¿podría haber sido de otra manera? ¿Puede la Historia evolucionar por otros caminos menos tortuosos o es unidireccional y está condenada a escalar siempre unos mismos escalones hasta alcanzar el ideal? Volviendo a la pregunta inicial, básica en la novela, ¿debe quién más sabe instruir a los que están por debajo de él? En una obra que se anticipa a la Directiva principal de Star Trek, los hermanos Strugatsky no van a ofrecer respuestas sencillas, sino que construyen una gratificante y en ocasiones estremecedora reflexión sobre el poder y las repercusiones de su uso indiscriminado.

En un planeta que apenas ha alcanzado un desarrollo medieval Anton es un observador enviado desde la Tierra para documentar los avances sociales y culturales de la humanidad que lo habita. Bajo la falsa identidad del aristócrata Don Rumata de Estor, infiltrado en la corte de Arkanar, verá la pendiente hacia el caos que la deriva política impulsada por Don Reba ante la inoperancia del rey parece condenar al reino a una época de oscurantismo de claros tintes fascistas, soldados de asalto incluidos. Con una férrea directriz de no intervencionismo —que no le impide intentar salvar a todo aquel que pueda— el pesimismo le domina ante el devenir de los acontecimientos de los que es testigo. Se verá así envuelto en una intriga palaciega en la que no debiera verse involucrado, pero de la que no puede apartarse.

En su intento de rescatar de su aciago destino a cuantos intelectuales condenados pueda, hábil espadachín y duelista de renombre, el brillo de las espadas saldrá a relucir en su camino. No lo va a tener nada fácil, y una inesperada implicación romántica que no debiera permitirse no se lo va a simplificar precisamente. Al menos su procedencia y un anónimo uso de tecnologías avanzadas van a permitirle algunos trucos de lo más efectivos para hacer frente a su misión y al mismo tiempo mantenerle con vida. Y eso que, más allá de las menciones de pasada al trasfondo galáctico y a las directrices procedentes de la Tierra, el tono de ciencia ficción se encuentra muy dosificado, y la aventura discurre mayormente en una escenario medieval muy cercano a nuestra propia Edad Media, tanto en lo cultural y social, como en lo religioso.

Si bien es en las relaciones y conflictos personales en que se ve envuelto Don Rumata donde reside gran parte del atractivo de la novela, donde se sitúa buena parte de ese humor lleno de patetismo y de ese drama un tanto de opereta que tan disfrutable hacen la lectura, el mensaje pervive en toda su vigencia. Hay entre las directrices de la misión de observación un determinismo histórico que parece abogar porque el camino hacia la utopía —stalinista— terminará recorriéndose aún a pesar de las épocas de retroceso, que el progreso es inevitable y que el comportamiento de la sociedad es predecible e ineludible, pero para el observador particular, el que se encuentra sobre el terreno atado de pies y manos para actuar, no resulta tan sencilla la inacción. Anton, con unas miras un tanto paternalistas y condescendientes, se debate entre mantener la objetividad deseable y sus deseos de evitar una situación que solo puede terminar de forma catastrófica.

Los observadores no pueden, no deben, interferir en el desarrollo del cruel feudalismo que, supuestamente, habrá de dar posteriormente lugar a una sociedad mejor que de paso con el tiempo, tras monarquía y capitalismo, a la soñada utopía que para ellos existe en la Tierra, inmersa en teoría en una Era Dorada donde los grandes de la humanidad han sido abolidos. Pero, por el momento, y en un paralelismo histórico con la represión stalinista en la URSS, en Arkanar la barbarie se ceba sobre la intelectualidad, condenando Don Reba a muerte a eruditos, escritores, historiadores o artistas. El saber se considera anatema, el conocimiento algo a erradicar. En el papel de Don Rumata el observador no debe dejarse llevar por sus sentimientos, por muy benévolos y desinteresados que sean, sino que debe mantenerse al margen, por muy difícil que le resulte. No resulta tan sencillo disponer del poder de un dios y no utilizarlo para remediar las injusticias y la brutalidad de las que es testigo.

¿Se puede prevenir el devenir del conjunto de una sociedad por supuestos imperativos históricos o es imposible tener en cuenta el ascenso al poder de individuos que marcan una diferencia inesperada abocando a toda una nación a un camino diferente al supuesto? ¿Hay que tutelar las culturas menos desarrolladas? ¿Hay que preservar su naturaleza o ayudarles a avanzar? ¿Se debe actuar ante la injusticia palpable o esperar a que florezca una sociedad más justa sobre los cadáveres de los represaliados? ¿Es posible asistir a la crueldad sin hacer nada para remediarla, cuando las herramientas para hacerlo están al alcance de uno, y mantener la conciencia en paz? Anton - Don Rumata se desgarra por las costuras.

La superstición, la falta de difusión de la cultura o la simple ignorancia se convierten en armas para la subyugación del pueblo, ya sea en el orden político o en el religioso. Utilizando de forma despiadada el recurso de la alegoría Qué difícil es ser dios presenta las preguntas comprometidas y, como toda buena literatura, deja al lector rumiando sus propias respuestas, sin darle la satisfacción de respuestas fáciles. La deriva del poder totalitario, la interferencia del estado en cada aspecto de la vida de los ciudadanos, es criticada, aludiendo a temas como la culpabilidad y la responsabilidad del observador ante su inactividad. A veces, muchas veces, hay que implicarse, porque con la aquiescencia silenciosa no se está sino justificando la opresión.

Todo un acierto por parte de Gigamesh la recuperación de este título con una fluida traducción y en un formato tan manejable y legible como el elegido para esta renovada colección Gigamesh Breve.

2 comentarios:

Mangrii dijo...

¡Vendido! Este se va directamente a la lista, y el formato que ya lo he visto, me ha gustado bastante :)

Santiago dijo...

El formato es muy agradable y se deja leer muy bien. La edición es preciosa, la que la novela se merecía ;-)

¡Que lo disfrutes!