(Imperial Radch 3).
Ann Leckie.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ediciones B. Col. Nova. Barcelona, 2018. Título original: Ancillary Mercy. Imperial Radch Trilogy. Traducción: Victoria Morera. 396 páginas.
La trilogía llega a su fin. Este volumen retoma la acción prácticamente allí donde la dejara el anterior, con las residentes de la estación de Athoek envueltas en una muy tensa calma que parece anticipar futuros enfrentamientos entre los poderes que rigen su día a día. Leckie, en la línea del segundo volumen, pero con mayor intensidad, plantea de nuevo una historia en una única línea temporal centrada en un par de sistemas estelares —bueno, más bien en tan sólo uno con algún esporádico salto al de al lado— dando un sabor local a un conflicto que se desarrolla a lo largo de multitud de ellos, aunque esta vez tiene el acierto de traer la guerra hasta allí. Anaander Mianaai se encuentra jugando una partida de ajedrez galáctico contra sí misma, y la capitana de flota Breq, antigua auxiliar de la nave Justicia de Toren, se niega a convertirse en una mera pieza, sea del valor que sea, en el bando de ninguna de las facciones enfrentadas en las que se encuentra escindida la Lord del Radch. Misericordia auxiliar, la trilogía al completo, es una space opera de carácter bélico diferente, con buenas dosis de intensa y emocionante acción, pero también de preguntas y reflexiones sociopolíticas o de género. Y mucho té.
Tras los eventos catastróficos acaecidos en la estación de Athoek y su planeta las tensiones políticas entre los diferentes poderes del lugar, desde la gobernadora a su eminencia la sacerdotisa de Amaat pasando por la jefa de Seguridad o la propia IA de la Estación hasta llegar, obviamente, a la capitana de flota, hacen que todo el mundo intente imponer su autoridad, siguiendo muy posiblemente los designios particulares de alguna de las facciones en que se ha escindido la Lord del radch. La tensión es palpable y el tema del reacondicionamiento del Subjardín y la asignación de sus viviendas va a ser un tema conflictivo, una excusa que amenaza con dinamitar el equilibrio conseguido. La entrada en escena de dos imprevistas actrices, inesperadas para el resto, viene a desestabilizar más si cabe la volátil situación. La traductora Zeiat de las alienígenas presgeres y una auxiliar de una antigua nave, previa al expansionismo de Anaander Mianaai, consiguen dar un contrapunto entre dramático y humorístico a los sucesos. Para mayor preocupación, Breq recibe la noticia de que la facción de la Lord del Rach que menos amor —nótese el eufemismo— le profesa ha conquistado el vecino sistema Tstur. ¿Qué sucedería entonces si una flota o alguna de las partes en conflicto de Anaander Mianaai cruzasen el portal hacia donde se encuentra ella?
Leckie, aún centrando la trama básicamente tan sólo en el sistema de Athoek, devuelve a la historia el interés del conflicto galáctico trayendo hasta sus puertas la guerra civil que la Lord del Radch está librando consigo misma. La autora consigue hilvanar las líneas locales heredadas de la anterior entrega con el hilo general de la primera. Narrada, como las aquellas, en primera persona desde la óptica de Breq, el relato sigue aprovechando la conexión de esta con la nave Misericordia de Karl para ofrecer el punto de vista de diversos miembros de la tripulación y de eventos que se están desarrollando lejos de su mirada directa, pero a los que de esta manera tiene acceso. La narración se convierte así en una suerte de obra coral, con muchas ópticas, como las de las tenientes Tisarwat o Seivarden, pero un sólo punto focal. El lector puede ser partícipe al mismo tiempo que la capitana de flota de aquello que hacen o les sucede a los miembros de la tripulación de su nave, ya sea dentro de la misma o en otras localizaciones distintas, a bordo de otras naves, en la estación o en la superficie del planeta, consiguiendo una mayor amplitud para toda la historia al no abarcar únicamente los eventos a los que asiste de manera directa Breq. Cada personaje a su manera consigue su minuto de gloria, aportando su granito de arena a la resolución de la trama. Y sólo por las veces en que la traductora presger roba la escena en cada ocasión que aparece merecería la pena leer la novela.
El uso generalizado del femenino, salvo en algunos cargos o títulos —Lord, Señor, Médico…— está ya perfectamente aceptado por el lector y, aunque hay sutiles pistas para poder descubrir el género de cada personaje, lo cierto es que se hace del todo innecesario. No es esta, ni siquiera la trilogía en sí, una obra que gire en torno al discurso sobre géneros sexuales, pero sí que invita a la reflexión sobre el determinismo del lenguaje en las circunvoluciones del pensamiento, sobre la naturaleza y construcción de la identidad individual —incluso cuando la individuo es una IA— o sobre el respeto y la comprensión debidos a los demás. Sí que hay una crítica tanto al imperialismo y colonialismo implícito en la imposición del Imperio Radch a otras sociedades, como a la discriminación y los prejuicios raciales, étnicos, religiosos o culturales. Breq no toma partido por ninguna de las facciones de la Lord del Radch, a quienes detesta por igual —incluida aquella que la nombrara capitana de flota—, siendo su auténtica preocupación el bienestar de todas las habitantes del sistema Athoek, sean consideradas ciudadanas o no. Siendo ella misma una auxiliar, y por tanto un objeto sin derechos, la cuestión es singularmente remarcable. De hecho, la importancia del tratado firmado entre las humanas —las Radch al menos— y las presgeres va a cobrar especial importancia, y la cuestión de la definición de quién puede considerarse «ciudadana» y por tanto persona con derechos, qué es o qué hace a alguien humana, va a estar muy presente en la resolución de la novela.
En general, sin alcanzar del todo la complejidad y espectacular amplitud espacial y temporal de Justicia auxiliar, esta entrega mantiene el pulso y eleva el tono de la anterior Espada auxiliar, una segunda entrega que a la postre se revela como una larga introducción a los temas de esta, en la que la autora explota sus puntos fuertes. Ha llegado el momento de dar paso a unos enfrentamientos imposibles ya de eludir, otorgando así algo más de protagonismo a la acción que se echaba en falta en la anterior. El relato gana por ello en rapidez, en emoción e inmediatez, aunque siga habiendo muchas —muchas— ocasiones para tomar el té entre batalla espacial y conflicto dialéctico. Existen, eso sí, hacia el final una conversación, un tenso enfrentamiento verbal casi surrealista, y cierto deus ex machina que tensan la verosimilitud del lector, pero que se revelan imprescindibles para la resolución de la situación. Un final, por cierto, que cierra las tramas particulares de forma harto satisfactoria, pero que deja la historia general sin un culmen definido y tan abierta como para poder asegurarse que fácilmente la autora podría haber optado por hacer de esta una serie abierta en vez de darla por terminada aquí. Después de todo la trilogía no versaba tanto sobre la situación sociopolítica del Imperio y sus diversos sistemas, sino sobre los efectos que la misma tenía sobre una persona, Breq, y sobre aquellas que se veían afectadas por su «área de influencia».
En lo que parece una declaración de la propia Leckie, una justificación quizá al cierre abierto de la novela, el último capítulo se inicia con unas palabras muy definitorias:
«Las obras de entretenimiento casi siempre acaban en un éxito o un fracaso: se logra la felicidad o se produce una derrota trágica y total sin esperanza de solución. pero siempre hay algo más después del final; siempre hay otra mañana, y otra; siempre se producen cambios, pérdidas y ganancias. Siempre un paso detrás de otro. Hasta que tiene lugar el único y verdadero final al que nadie puede escapar. pero incluso ese final, por imponente que nos parezca, es poca cosa. Para todos los demás seres sigue habiendo otra mañana. Para la inmensa mayoría del resto del universo, ese final bien podría no haberse producido. Todos los finales son arbitrarios. Todos los finales no lo son realmente si los consideramos desde otra perspectiva».
Que nadie espere un final perfectamente cerrado. De hecho el escenario es tan monumental que la autora ya ha vuelto a visitarlo en una novela, hasta el momento independiente, títulada Provenance.
«Nada de final definitivo».
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