Guy Gavriel Kay.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Hay libros que por lo que lees previamente sobre ellos elevas el nivel de exigencia aún antes de comenzar su lectura. La pedantería de Kay afirmando que lo suyo no es «estrictamente» Fantasía, sino «ficción histórica» o la exigencia de ser publicado en una colección que no tenga relación con el género fantástico hacen que se valore —o al menos yo lo valore— el libro de otra manera y que esta reseña sea, seguramente, mucho más subjetiva de lo ya habitual. Decir que Los leones de Al-Rassan no es propiamente fantasía es como afirmar que Canción de Hielo y Fuego tampoco lo es al haberse inspirado Martin en la Guerra de las Dos Rosas o que la Saga del Retorno de Card no es propiamente SF al estar basada en el libro del Mormón. Solo desde un terrible complejo de inferioridad o de vergüenza hacia el género se entiende que Kay intente rehuir lo que es evidente (y que él mismo confirma en el prólogo a esta edición): entre otras cosas, la trama se desarrolla en una península ficticia, en un mundo con dos lunas, aparece un personaje con poderes psíquicos… ¿Ficción? Sí, desde luego. ¿Histórica?… ¿Dónde está la Historia? ¿En el plagio-homenaje-inspiración al periodo de la Reconquista de la Península Ibérica y al Cantar del Mío Cid? Y es que no hay nada histórico, es todo inventado y decir eso no es decir poco y nada en absoluto por lo que sentirse avergonzado. Es una fantasía diferente, desde luego, no aparecen dragones, ni elfos, ni otras razas o seres sobrenaturales, no hay magos ni magia como tal, pero es fantasía. El problema surge cuando se quiere adquirir un cierto estatus, una patina de seriedad, a costa de negar la evidencia (como digo me baso en declaraciones previas del autor sobre el libro, no en lo que él mismo dice en el prólogo) y mostrar un cierto desprecio hacia el público hacia el que objetivamente está destinada la obra.
Entrando ya en faena, Al-Rassan es un claro remedo de Al-Andalus y la dividida Esperaña se basa en los reinos cristianos que iniciaron la Reconquista. Cuando comienza la acción, Ammar ibn Khairan acaba de asesinar al último de los califas, lo que propicia que Al-Rassan se divida en pequeños estados al estilo de nuestras taifas. Tres religiones se disputan la fe de los habitantes de la península: asharitas (musulmanes), jadditas (cristianos) y kindath (judios). Y una mezcla de traiciones e intrigas políticas llevarán a Rodrigo Belmonte, paladín de Esperaña, al exilio tras haber acusado a su rey, Ramiro de Valledo, de estar tras la muerte de su hermano. Ambos hombres terminarán en la hermosa y floreciente ciudad asharita de Ragosa, donde sus destinos se entrelazarán entre sí y con el de la joven médica kindath Jehane.
Ya desde un principio de la narración este seguidismo del elemento histórico, que tantas posibilidades ofrece, comienza sin embargo a plantear problemas. El sistema de creencias de las diferentes religiones es despojado de cualquier credibilidad; basado en la adoración al sol (jadditas), a las lunas (kindath) o a las estrellas (asharitas), resulta simplemente ridículo y alejado de cualquier aplicación práctica. Por otra parte, la necesidad de concreción y el estar atado a sus personajes, obliga a Kay a “resumir” un periodo de unos quinientos años de la Reconquista en apenas veinte y a reducir al península a algo mucho más pequeñito, casi esquemático (con gran pérdida de trasfondo), dando una imagen super acelerada del conflicto que se está librando. El autor intenta ofrecer, y muchas veces lo consigue, una especie de reflejo real sobre lo que podría haber sido aquella convulsa época, sumergiéndose en un ambicioso relato donde no faltan multitud de temas e ideas: el valor del honor y de su pérdida, la traición, las creencias religiosas, su implicación emocional y los enfrentamientos que promueven, la tolerancia, la amistad incluso entre «enemigos», el respeto y la admiración, la camaradería, las lealtades encontradas —Rey, patria, religión, familia y compañeros—, la poesía, la guerra y los sentimientos que produce, el idealismo, la medicina… En una tierra de belleza cautivadora que esconde una violencia latente, los destinos de los tres protagonistas y otros muchos personajes, como el leal soldado Alvar o el excesivamente tópico comerciante Husari Tarif, se irán entrecruzando en una historia que se intuye abocada a un trágico final. El inevitable enfrentamiento religioso se ve suavizado por la admiración mutua que todos ellos llegan a profesarse, lo que no evita al lector la evidente muestra de prejuicios religiosos del autor quien retrata a las dos religiones principales de forma harto negativa, salvando tan solo a los errantes judios —perdón, kindath—. Se hace evidente que para Kay la religión es tan sólo una excusa que le sirve para mostrar el antagonismo y el fundamentalismo, condenar la persecución a la que se ven sometidos los fieles en los territorios ajenos y ensalzar la excepcional tolerancia del trío protagonista. Al querer justificar su cercanía a la realidad histórica, pero al parecer sin desear dedicar excesivas páginas a la construcción de un sistema de creencias al menos coherente, el autor tan solo ha conseguido despojar de todo contenido a sus religiones, demostrando una enorme superficialidad en lo que se antoja una mera y poco creíble parodia de tan complejo tema.
A través de los ojos de los protagonistas, el lector asiste a una historia supuestamente épica, entre un mundo que acaba y otro que comienza, entre una belleza que se resiste a desaparecer y la promesa de un futuro en el que las cosas serán inevitablemente distintas y donde Kay parece decir por decreto que deberíamos sentirnos muy tristes por tantas cosas que van a desaparecer, pero como no consigue transmitirlo con su prosa o por medio de la narración, lo pone como un imperativo en boca de sus personajes o (peor aún) dentro de uno de sus poco poéticos poemas. El libro se crece un tanto con las descripciones de las ciudades o los parajes de la época, en los ambientes y las relaciones entre personajes, pero baja algunos enteros cuando trata de sumergirse en la parcela bélica del asunto (algo vital en la trama) que parece interesarle mucho menos que retratar las motivaciones de los protagonistas o las intrigas políticas en las que se ven mezclados, quedando las batallas y combates un tanto en el aire cuando podrían haber sido mucho más espectaculares y mejor narradas (hasta los duelos se zafan al escrutinio del espectador mediante «hábiles» elipsis literarias o cegadoras puestas de sol). Como la religión, la guerra se convierte en un mero telón de fondo para reflexionar sobre la forma de reaccionar a ella de los protagonistas, mostrando su liderazgo y superioridad moral sobre todos aquellos que les rodean y ensalzando lo buenos que son en todo en lo que se embarcan, ya sea el amor, la poesía o la guerra. Y es que sin demasiado perfectos.
Después de todo lo expuesto, ¿me atrevería a decir que Los leones de Al-Rassan es un mal libro? En absoluto. Tiene sus virtudes, entre la que no es la menor una escritura fluida aunque un tanto distante y una trama por momentos ciertamente atractiva (pero es que la Historia en la que se basa tiene muchos y no explotados atractivos). Abusa de ciertos tópicos, sí, pero también tiene aciertos narrativos como jugar con el lector en ciertas ocasiones mostrándole los datos necesarios para que saque sus propias conclusiones que luego se demuestran erróneas; un recurso del que abusa sin rubor, pero que no llega a molestar e incluso se hace simpático el intentar adivinar por dónde va a salir o qué conejo se va a sacar de la chistera. Para el lector español, por poco avezado que se encuentre en la historia de la Reconquista, siempre existe el aliciente de tratar de adivinar a qué personaje o lugar histórico corresponden sus trasuntos literarios. Leer Los leones de Al-Rassan no es un desperdicio de tiempo, incluso diría que es entretenido, pero tampoco aporta mucho al posterior bagaje literario del lector y se le van demasiado las «costuras». Cierto es, además, que puede propiciar el interés en profundizar en el estudio real de los hechos de la Reconquista o en la lectura del original Poema del Mío Cid —tan recomendable, por otra parte—, y eso no sería poca cosa, desde luego.