Todo el equipo de Sagacomic os queremos desear una muy
feliz Navidad
y un próspero (que falta hace) año 2010.
Hablamos de todo aquello que nos interesa, sobre todo Literatura y sobre todo Fantástica. Lo nuestro son reseñas, no crítica literaria. Sólo razonamos nuestras opiniones, subjetivas y particulares, de lo que nos gusta y de lo que no.
Luis Montero.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Grupo Ajec. Col. Albemuth # 26. Granada, 2009. 152 páginas.
Confieso que si hay unos bichos que me den realmente asco son las cucarachas, las nuestras, esas negras, lustrosas, brillantes, con su crujir tan característico cuando las aplastas. Así que debo reconocer que la lectura de Artrópodos me ha producido picores por todo el cuerpo en un buen par de ocasiones, sobre todo con las partes más “informativas”.
El libro de Luis Montero, «el e-book más descargado de la historia de Sedice.com» según reza la publicidad, es una fantasía de tintes absurdos que roza en ocasiones el esperpento cómico en la tradición del maestro Valle-Inclán —salvando las inabarcables distancias—. Y es que una vez terminada su lectura la novela se antoja un divertimento, un experimento curioso muy bien documentado que no conduce en realidad a parte alguna, pero que hace sonreír y/o estremecerse en variadas ocasiones.
Como en una comedia de enredo, unos personajes duplicados van entrando y saliendo de la escena provocando situaciones ambiguas, equívocas, incómodas y absurdas a partes iguales. Y es precisamente del uso de ese absurdo de donde proviene el humor, un humor delirante que casi roza lo irracional llevando al lector a preguntarse en ocasiones si no se le estará tomando el pelo. El protagonista, Juan Onésimo —cuyo apellido es un simple juego de palabras matemático que el propio autor destripa en el texto como si no se fiase de la inteligencia de su público—, descubre que tiene un doble exacto físicamente que se dedica a llevar a cabo aquellos de sus sueños que él no había conseguido hacer realidad. Las confusiones que pudiera haber dado lugar la situación habrían sido sin duda más interesantes si no fuera por su incomprensible comportamiento, aceptando sin más al “extraño” y tratando de seguir con su vida con apenas unos cuantos lamentos. La aparición de un policía con doble personalidad y que ejerce alternativamente de inspector o de capitán según sea la dominante y sin que, aparentemente, nadie se lo cuestione —el protagonista solo llega a preguntarse si cobrará dos sueldos—, no hace sino alejar todavía más la realidad del relato, sumergiéndose a fondo en lo absurdo y obligando al lector a aceptar las cosas tal y como vengan, rotas todas las reglas del juego y reconstruidas según parámetros más cercanos a la vida de los propios artrópodos en que trata de sustentar el relato que a los de la lógica humana.
Aunque mayoritariamente narrado en tercera persona, siguiendo las andanzas de Juan Onésimo desde el punto de vista de un narrador omnisciente, conocedor de todo lo que sucede, Luis Montero se permite su propia irrupción en el texto interpretándose a sí mismo jugando con la primera persona en algunos momentos en las que se introduce en la historia como personaje clave en la resolución del misterio —aunque en verdad tal resolución ni siquiera exista—. Mientras por un lado se desarrolla el monólogo que Mr Yee, dueño de ProFinal, empresa de exterminio de insectos en la que trabaja Juan, le encasqueta a éste mientras se encuentran sentados en una noria sobre su personal filosofía de vida, en la narración “principal” se asiste a la peculiar investigación sobre el Ptychopariina Hallucigenia robado en la Gran Sala Trilobites del Museo Nacional de Historia Natural y a los esfuerzos de Juan por poner en marcha la Sala Museo de entomología de ProFinal, aparte de cumplir sus tareas en la empresa y lidiar con su especial situación, romances incluidos.
Intercalados en esa narración principal, perfectamente integrados, se encuentran una serie de textos informativos sobre la evolución, la taxonomía, la vida y el crecimiento, y un buen montón de datos curiosos —y a veces repelentes— de las diferentes especies de artrópodos que comparten nuestro mundo —aunque después de leerlos el lector no puede evitar preguntarse si no serán los humanos los que comparten SU mundo—. Unos textos, en cursiva, que deben ser leídos con la debida atención, pues ocultan algunas de las claves de lo que Juan Onésimo y su doble, o dobles, pudieran ser. Además de suponer un caudal de información realmente llamativa, aunque algunas partes sin duda hubiera preferido seguir sin conocerlas.
En esta especie de divertido thriller policíaco, mezcla de fantasía y comedia con algo de acción y un toque filosófico, uno de los principales problemas a los que se enfrenta el lector es estilístico y es que, en una historia en que la diferenciación de los protagonistas debería ser vital dada su peculiar naturaleza duplicada, todos los personajes peroratan de la misma manera: Juan 0 y Juan 1 —lo que hasta sería lógico—, pero también Mr Yee, Luis Montero y hasta un taxista que cubre una carrera hasta ProFinal sueltan el mismo tipo de discurso algo recargado, consiguiendo un desarrollo algo plano y pobre, sin caracterización ni profundidad; aunque supongo que no es lo que el autor buscaba.
Y es que Artrópodos, como ya se comenta más arriba, parece más bien un curioso experimento literario; una apreciación que se agudiza al observar que se incluyen en el mismo hojas de cómic, gráficos, esquemas y estadísticas, o recursos como la repetición de frases y párrafos ante situaciones vividas de forma casi repetida entre los duplicados y los muchos homenajes ocultos. Unido al hecho de que no hay que buscar explicaciones, ni finales —salvo la sugerencia de un socorrido accidente cósmico prácticamente imposible de acaecer— lo mejor es dejarse llevar por el relato, adaptarse lo mejor posible y sobrevivir a la travesía con una sonrisa, buscar las pistas y llevar a cabo unas matemáticas no siempre exactas. En el juego de los absurdos no se puede pedir racionalidad, sino realizar un salto mortal sin red en el que no todos llegarán al segundo trapecio. Los que lo consigan no podrán evitar, seguramente, una sensación de insatisfacción, de cierre en falso, de que queda algo por contar y muchas preguntas sin respuesta, aunque con la debida atención tal vez no sean tantas como aparentan. No obstante, he leído por ahí que el autor ya está trabajando en una continuación. Después de su lectura en mi quedan un redoblado asco hacia las cucarachas y una sana admiración por otro tipo de artrópodos, aunque no muchos. Una lectura divertida, breve, exigente, curiosa e intrascendente.
Syne Mitchell.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
¿Puede una obra eminentemente de acción mover también a la reflexión? A la vista de la lectura de El último hombre mortal parece evidente que sí. La novela es un trepidante thriller de ciencia ficción en el que el lector va a encontrarse con el muy tecnificado mundo del siglo XXIV, un lugar donde la nanotecnología ha poblado la Tierra a todos los niveles, desde el interior de los cuerpos de los seres humanos hasta la construcción de las ciudades que habitan o el crecimiento de los alimentos que comen; se puede decir que la nanotecnología es algo que está en el aire, como lo más natural del mundo, aunque solo los muy ricos pueden permitirse el tratamiento que erradica cualquier enfermedad, evita la degeneración provocada por el paso del tiempo y fortalece los cuerpos concediéndoles prácticamente la inmortalidad.
Alexa Dubois, enferma de un cáncer terminal y que no puede permitirse pagar la nanorregeneración de sus células, siente que Lucius Sterling, el dueño de la patente de la nanotecnología, es el culpable de que la cura de su enfermedad no esté disponible para el público en general, por lo que aceptará participar en una conspiración para acabar con la vida del empresario. Años después, convertida en la inmortal e implacable guardaespaldas de Lucius, recibirá el encargo de formar equipo con el bisnieto de este, Jack, un hombre alérgico a la nanotecnología y que vive apartado del mundo en una comunidad religiosa menonita, para que entre ambos hagan frente a la amenaza de los desensambladores, una nueva generación de nanos que amenazan con acabar con la civilización. Jack, el único ser humano que parece inmune a la amenaza, y Alexa, tendrán que unir fuerzas para encontrar al creador de la nueva tecnología, hacerle frente y ponerle freno.
Empieza así una frenética carrera contrarreloj en la que cada segundo perdido, cada pista falsa seguida puede llevar a la muerte de miles de personas e, incluso, a la aniquilación de la mayor parte de la raza humana. Pronto se verán inmersos en el juego de la política de los poderosos, donde las personas no son sino peones sacrificables y donde el balance económico es más importante que cualquier otra consideración. Y dentro de esta narración que no da respiro, plagada de «cliffhangers» —no en vano fue publicada originalmente en forma serializada—, Syne Mitchell se permite ir introduciendo de forma casi inadvertida un buen número de cuestiones que terminan llenando la mente del lector, empujándole a la reflexión. Empezando por la muy evidente denuncia del control capitalista de los avances científicos —sobre todo médicos—, donde solo los muy ricos tienen acceso a ciertos adelantos que les convierten de facto en los auténticos gobernantes del mundo, con poder de vida y muerte sobre los menos favorecidos por el simple hecho de poseer la capacidad de dar o negar el tratamiento a aquellos sin los debidos recursos económicos.
Pero también plantea los dilemas morales que supondría que el ser humano consiguiese la inmortalidad —gracias a parte de esa nanotecnología el cuerpo se convierte en virtualmente indestructible, al punto de poder sobrevivir incluso a los mayores cataclismos—, y lo que eso significaría para el futuro evolutivo, tanto físico como social, de la humanidad. Cuando se puede transformar los cuerpos, añadiéndoles apéndices, alas, branquias para respirar bajo el agua o cualquier cosa que se imagine, ¿no cambiaría eso incluso la forma de pensar del sujeto transformado?, ¿en qué momento se deja de ser humano? Cuando no es necesaria la descendencia ¿no se está abocado al estancamiento y a la cerrazón mental de aquellos que, precisamente, debían de tirar del carro? Cuando la sociedad se divide entre mortales e inmortales, ¿tardará mucho en producirse la ruptura y la revuelta de los desfavorecidos, de los que sienten que les están robando el futuro?…
Otra cuestión realmente importante es la del autocontrol de los científicos. ¿Es lícito probar cualquier tecnología nueva por el simple hecho de que es posible hacerlo? ¿Dónde se encuentra y, sobre todo, quién marca la línea que no debería ser cruzada bajo ningún concepto? ¿Quién controla todas esas investigaciones privadas llevadas muchas veces en secreto y que solo buscan el beneficio económico de los implicados sin preocuparse en realidad del bienestar común o de las fatídicas consecuencias que también puede producir su uso descontrolado?
Para plantear estas, y otras muchas, cuestiones, Mitchell crea todo un elenco de personajes curiosos, extremos a veces, demasiado arquetípicos casi siempre, que cubren todos los nichos necesarios: Lucius Sterling, el magnate despiadado, que oculta un pequeño corazón hacia los suyos; Alexa Dubois, la sexy guardaespaldas carente, en apariencia, de sentimientos; Jack Sterling, el hijo prodigo, que después de abandonar el seno familiar renunciará a su paz duramente alcanzada, jugándose incluso su propia vida, por los de sus sangre; Sarah, la hija del patriarca menonita de la comunidad en la que vive Jack, que buscará vencer los prejuicios de la fanática comunidad religiosa (y aquí habría tema para hacer otra reseña completa) para ayudar al hombre del que cree estar enamorada; sin olvidar al prototipo de científico loco, en la figura de Leonardo Fontesca, auténtico descubridor de la biología artificial y que vive prácticamente recluido en Elysium, la isla-estado creada de la nada con nanotecnología desde donde reina su mentor, Lucius, y que se ha dedicado desde entonces a perfeccionar y probar nuevos caminos de sus inventos; ni a Isobel, la niña encantadora e inquietante, llamada a producir empatía y repelús a un tiempo.
La dicotomía entre el mundo, evidentemente injusto, que Jack y Alexa tratan de salvar y la consecuencia peor, con la muerte de millones, que sucedería de no hacerlo, produce una extraña desazón en el lector, impidiéndole en ocasiones tomar partido claro por ninguno de los dos bandos, ya que todos aparentan la misma crueldad y desprecio por la vida del común de los mortales; el egoísmo parece ser el motor de la mayoría de las decisiones —¿es justo que Jack para salvar a una persona sacrifique la vida de otra docena?— y tan malos se muestran finalmente tanto unos como otros. ¿El fin justifica todos los medios? ¿La búsqueda del supuesto bien de muchos redime del fracaso que lleva al genocidio?
Mientras las ciudades se desmoronan en polvo, sus elementos básicos desensamblados, ¿quién puede justificar la invasión nanobiológica incontrolada de todos los seres vivos y de todo aquello que conforma sus vidas? ¿Quién puede justificar todas las muertes solo para castigar a la élite empresarial que se ha beneficiado hasta el momento de la tecnología? ¿Qué pasa con los inocentes que se limitan a vivir sus vidas sin interferir en los designios de los poderosos? No hay héroes cuando todos los implicados parecen igual de desalmados en busca de perpetuar sus beneficiosas prerrogativas.
El último hombre mortal va acelerando cada vez más conforme avanzan las páginas y la investigación de Jack y Alexa, llegando a un punto, en torno al último cuarto de la novela, en que ya el ritmo es imparable. Se suceden las explosiones, las persecuciones, las peleas entre luchadores de habilidades aumentadas y cuerpos mejorados, las ciudades derrumbándose, las escapadas en el último segundo, mucha acción y un final, cerrado, que sin embargo llamaba a una anunciada continuación. Y es que, en efecto, esta novela había de ser el primer volumen de una trilogía ahora cancelada. Existen rumores de que la autora podría continuarla con otra editorial —en el mercado anglosajón, se sobreentiende—, aunque por el momento nada se sabe de cierto. Una lástima.
El libro contiene acción sin límite, a veces demasiado exagerada (al igual que sucede con sus protagonistas), tensando en contadas ocasiones hasta el exceso la elasticidad de la credulidad del lector, con personajes que se hacen humanos en sus contradictorias reacciones bajo presión (¿salvarías a la persona que conoces o a las miles que no?), que invita a la reflexión en multitud de temas y que provoca una cierta desazón en la conciencia.
El último hombre mortal es una narración autoconclusiva, aunque queden varios hilos que habrían merecido ser explorados en el futuro, y tiene un final satisfactorio a tenor de todo lo narrado, quizá no tanto a nivel de lo que cada lector hubiera decidido de encontrarse en esas circunstancias como en el del desarrollo de los propios protagonistas; y es que Mitchell no juega a enviar un mensaje moral —aunque su toma de partido parece clara—, ni a juzgar a nadie cuando lo “menos malo” es igualmente aterrador. Su prosa, sin ser ninguna maravilla, es más que correcta y comunica la debida emoción. Tal vez peque de abusar de explicaciones redundantes, supongo que debido a su primigenia serialización que le hace volver a exponer periódicamente detalles ya conocidos y, por tanto, innecesarios, pero que no se hacen notar tampoco en exceso ni cortan la narración. En definitiva, es este un libro que habría merecido no pasar tan desapercibido como, me da la impresión, ha pasado en nuestro país. Ojalá la autora consiga publicar sus continuaciones y estas estén a la altura.
Lorena A. Falcón.
Reseña de: Lyrenna.
Arte & Parte. Buenos Aires, 2008. 241 páginas.
En un mundo donde la magia es una realidad palpable, Kendria es una joven de diecisiete años con mucho poder interior y grandes dudas en su cabeza. Seguramente las exigencias de su vida en la Cofradía le han hecho crecer demasiado rápido sin ocasión para asimilar del todo los cambios que le han sobrevenido en los últimos tiempos. Ha pasado de ser una simple estudiante a convertirse en una adepta de segundo nivel saltándose directamente el primero. Y lo que le depara el futuro promete traerle cambios aún más radicales.
Lorena A. Falcón presenta en La elección de Kendria un mundo medieval casi esquemático en su simplicidad, muy poco descrito, con una sobriedad en la que aquello que no afecta directamente al relato parece no existir. La cofradía se nos muestra como un lugar de estudio sobre la magia natural, instaurado para mantener el equilibrio entre sus diferentes manifestaciones. Poco a poco iremos conociendo la existencia de otros cuatro castillos o ciudadelas pertenecientes cada una a las Órdenes que dominan la magia de cada uno de los elementos de la naturaleza, siendo la primera en presentarse la Orden del Fuego, donde pronto uno se da cuenta de que las cosas no andan todo lo bien que debieran.
Con una narración muy rápida, de párrafos muy cortos y capítulos no muy extensos, se suceden las presentaciones de personajes; desde Bevan, un joven y díscolo estudiante (aunque luego se explore muy poco esa faceta), secretamente enamorado de la protagonista, hasta Briana, la mejor amiga de la misma, o Kiros, el Regente de la Cofradía, quien carga sobre sus hombros con el peso de terribles sospechas y conocimientos. Entre unos y otros, muchos más irán entrando y saliendo de la acción; algunos con una participación importante, como Keir, un oscuro individuo, manipulador y sibilino, que pronto demuestra buscar infames propósitos, y unos cuantos de los que tampoco se explica demasiado cuál es su papel en la trama, salvo quizá el de dar mayor profundidad y líneas a la historia. Pero tal vez uno de los fallos de la novela sea precisamente la escasa caracterización de la mayoría de los personajes y la falta de explicaciones para muchas de sus reacciones. Tampoco es un tema que tenga mayor influencia en la narración (salvo por la falta de contexto), con lo que no afecta en demasía, aunque sí que deja con el deseo de haber sabido más de ellos, de sus sentimientos y motivaciones.
En cuanto a la trama en sí, enclavada dentro de la novela juvenil, enseguida se estructura en torno a una búsqueda. Pero contra lo que suele ser habitual en estos casos de fantasía medieval, en esta ocasión no se trata de encontrar ningún objeto mágico, ningún poderoso amuleto, ninguna espada encantada, ninguna joya robada, nada tangible que salve la situación; no, en este caso la búsqueda va en pos de la sabiduría, de respuestas a hechos sucedidos en el pasado y que están teniendo importantes repercusiones en el presente en el que viven Kendria y sus amigos.
Así se forma un pequeño grupo, con la protagonista a la cabeza a pesar de su juventud, para visitar algunas de las Órdenes y conseguir el conocimiento que pueda poner remedio a la situación actual. El problema, por su puesto, surgirá cuando se haga patente que no todos tienen en mente las mismas preguntas ni persiguen exactamente los mismos intereses. Porque lo cierto es que al tiempo que se produce el viaje externo, cabalgando de una Orden a otra, también hay una búsqueda en el interior de Kendria, quien siente que algo le falta, que de alguna forma se encuentra incompleta, que todavía no ha encontrado su rumbo, y que aunque no sabe demasiado bien qué es lo que necesita, tampoco desea que sean otros los que marquen su camino. Y todos sus estudios y lecturas no hacen sino acentuar sus dudas al comparar fragmentos de historias del pasado contradictorias entre sí, entre lo que le dicen los que la rodean y lo que va descubriendo en los libros.
A lo largo del camino Kendria irá dándose cuenta de que es mucho más poderosa de lo que ella misma se figuraba, y la confusión se irá adueñando de sus pensamientos conforme se vaya haciendo consciente de la encrucijada a la que intuye que la están conduciendo las circunstancias. El destino que le fuerza a tomar una elección que finalmente tendrá incluso una mayor repercusión de lo que creía y que no será en absoluto lo que pensaba. Es de agradecer, curiosamente, la ausencia de grandes batallas tan típicas de este tipo de novelas y que aquí permite una mayor intimidad y cercanía a la narración, un mayor apego a los personajes.
Para el lector español la escritura de La elección de Kendria resulta al principio algo chocante dados los giros idiomáticos argentinos propios de la nacionalidad de la autora. La diferente utilización de ciertas palabras a un lado y otro del Atlántico o el uso de expresiones coloquiales propias de allá no utilizadas en España o de construcciones sintácticas que nos resultan extrañas sin por ello ser incorrectas, pueden acarrear una pequeña dificultad a la lectura, rápidamente subsanable en cuanto uno logra sumergirse en la veloz historia.
Una historia que progresa de forma casi vertiginosa, apresurada a veces, sin permitirse apenas momentos de introspección, como con ganas de llegar cuanto antes a la revelación final; que adolece de algunos errores de congruencia temporal, con algunos fallos de continuidad entre escenas y cambios de punto de vista de los personajes (que muy bien podría tratarse de un fallo de maquetación al no dejar una línea en blanco que indique la separación entre escena y escena, ya que tal y como están muchas veces se mezclan dando sensación de brusquedad), y detalles propios de una primera novela como referencias que quedan en el aire o hilos que se cortan sin llegar a sitio alguno y que podrían haber dado para más; pero que se lee en un auténtico suspiro (yo en dos días) y que termina con un pequeño mensaje moral (que no moralizante) que nunca viene mal recordar. Es cierto que se nota un tanto la mano de un escritor novel en su primer intento de sacar adelante un texto largo, pero lo cierto es que Lorena A. Falcón presenta con acierto la historia y que, a pesar de que necesita seguir trabajando su prosa y el desarrollo de sus tramas, apunta buenas maneras.
Neal Stephenson.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ediciones B. Col. Nova. Barcelona, 2009. Título original: Anathem. Traducción: Pedro Jorge Romero. 724 páginas.
Echando la mirada hacia atrás no puedo recordar de entre todas mis lecturas una novela en que me haya parecido tan interesante lo que me contaba y que me haya aburrido tanto mientras me lo contaba. Y es que para tres momentos álgidos semejante volumen de páginas dedicadas de alguna manera a reconstruir la ciencia y filosofía de nuestro mundo occidental con un exceso de pretendido didactismo se antoja demasiado exagerado. Hago mía una crítica anglosajona que leí hace un tiempo en internet —lamento no recordar ni la web ni el autor— y que venía a decir, más o menos, que la ficción siempre es más efectiva cuando las ideas son sugeridas por la acción y no mediante interminables discursos y conversaciones. Y es que Anatema es el intento de Stephenson de construir un nuevo mundo con todo su bagaje cultural, similar y alejado del nuestro a un tiempo, y con el que justificar su innegable erudición y sus propias teorías. Y todo ello estaría muy bien si el lector se encontrase ante un ensayo; pero no, Anatema es una novela —o lo pretende—, con todo lo que ello implica, detalle que el autor parece haber olvidado en muchos momentos, inmerso en su burbuja. O tal vez, y parece mentira decir algo así, es que el autor hubiera necesitado un par de volúmenes más, como hiciera con el Ciclo Barroco, para plasmar de forma satisfactoria todo lo que llevaba en la cabeza, intercalando entre teoría y teoría algo más de su reconocido sentido para la acción.
Y es que resulta algo increíble que Stephenson sea el mismo autor de la imaginativa y frenética Snowcrash. Novela a novela el autor ha ido dejando cada vez más de lado el “entretenimiento” para sumergirse más y más en la “divulgación”. Y la emoción, desde luego, sale perdiendo, ante un mayor nivel de lectura y de capas de profundidad. Anatema es una novela compleja, profunda filosófica e intelectualmente, donde el lector debe poner mucho de su parte, ir aprendiendo al mismo tiempo que los protagonistas y cuestionarse muchas veces las explicaciones para desentrañar unas respuestas no siempre evidentes.
Anatema es, además, una novela lenta, muy lenta. Comienza con la presentación del principal protagonista, Fra Erasmas, narrador en primera persona de la trama, y del grupo de compañeros que habrán de compartir a ratos su “aventura”. Erasmas, o Raz, es un joven de 19 años que vive en un «concento», dedicado al estudio y a la conservación del saber de su mundo. En el planeta Arbre la sociedad se encuentra rígidamente separada en dos grupos, casi dos sociedades totalmente diferenciadas: los seculares, los habitantes de ciudades y campos, y los avotos, aquellos que viven dedicados a la ciencia y las matemáticas, encerrados en sus cenobios que solo abren sus puertas para “Apert” cada uno, diez, cien o mil años, dependiendo de la opción de estudio elegida, en la única ocasión en que pueden relacionarse con el mundo exterior y unirse al o abandonar el concento antes del nuevo cierre de las puertas. En ese mundo casi contemplativo, donde la tecnología está prácticamente prohibida —existe incluso una casta especial de especialistas que se encargan del mantenimiento de los pocos aparatos permitidos sin mezclarse ni mantener contacto con los avotos— la rutina es prácticamente la regla y lo más emocionante del día es dar cuerda a un inmenso y complicado reloj hasta que, por supuesto, algo extraordinario sucede y lanza a nuestro protagonista al exterior a realizar un largo viaje, tanto en el plano físico como en el intelectual. Y ya que hay pocas sorpresas y acción, permitidme que no las revele para mantener el interés del misterio que es de lo poco que da algo de emoción al texto —eso sí, aquellos que se hayan leído la sinopsis de contraportada ya se han perdido la mitad de la gracia—.
Stephenson ha construido un mundo nuevo siguiendo unas líneas científicas y filosóficas muy similares a las de nuestra tradición occidental, y así el lector puede reconocer fácilmente bajo otros nombres la caverna de Platón, la jaula de Faraday, la navaja de Occam, la relatividad de Einstein, la teoría de la física cuántica y otras tantas que hacen prácticamente imposible al no docto aprehenderlas todas, al tiempo que en su sociedad secular también se hacen evidentes las semejanzas en los coches y camiones —llamados “mobes”—, los teléfonos móviles, los refrescos, las ropas de los pandilleros, los realities de TV, los ordenadores e internet —denominados “dispositivos sintácticos” y “retícula” respectivamente—, los centros comerciales o la inmigración ilegal, junto a detalles absolutamente diferenciadores como las “marañas” —unas plantas que generan el sustento alimenticio íntegro de un avoto al tiempo que regeneran el suelo y otras muchas maravillas—, los árboles genéticamente modificados en que crecen hojas de papel o ropa, o la “neomateria”, que posee especiales características físicas de las que carecen los elementos naturales y con la que se puede fabricar sorprendentes objetos. Stephenson ha realizado un muy elaborado trabajo de creación de un nuevo vocabulario y una nueva nomenclatura representada en el glosario final —y aquí no puedo sino quitarme el sombrero ante la magnífica labor traductora de Pedro Jorge Romero, enfrentado a una tarea que se antoja cuando menos complicada con la creación por parte del autor de todo un léxico a medida de los personajes—. Sin embargo, la catástrofe tecnológica que antaño fracturase tan radicalmente la sociedad de Arbre le permite al autor precisamente refinar y extractar nuestro propio saber y avances para simplificar y hacer accesibles sus teorías para llevar la narración sin excesivas distracciones hacia el punto que deseaba. Ha refinado su mundo para sentar las bases necesarias y perfectas para plantear el debate que le interesa.
Un debate muy atractivo y sugestivo, pero que presentado bajo la forma de largas e interminables —y muchas veces repetitivas— conversaciones, ya lo muestre como discusiones de claustro, como clases magistrales, como diálogos socráticos en torno a la mesa o como seminarios de expertos, se hace terriblemente pesado y, para tratarse de una novela, aburrido. Entre tanta información, sin embargo, algunos pequeños misterios se van acumulando en torno al protagonista y sus compañeros, como la llegada al concento de dos inquisidores —encargados de que se mantenga el orden y la separación entre los avotos y los seculares— que parecen interesados en Raz, o como el extraño comportamiento de su maestro y mentor, Fra Orolo, y su brusca expulsión que deja en el aire la duda sobre lo que se encontraba estudiando en los cielos nocturnos, o como la extraña e inexplicable elección de destinos de estudio de sus amigos… que encaminan la narración hacia esos escasos picos de emoción que pronto vuelven a descender al valle de la “teorética”.
La salida al mundo exterior de Raz le permite a Stephenson confrontar la visión enclaustrada del mundo cenobítico con el desarrollo práctico del secular, estudiando así temas como la influencia real de las teorías en la sociedad, como se relacionan ciencia y religión y como se inmiscuye en ellas la política llegando incluso a cambiar sus objetivos, o si en verdad se puede llegar a nuevas revelaciones científicas o filosóficas después de siglos de estudio —incluso existe una rama de los avotos dedicada a refutar todas las ideas nuevas demostrando que ya habían sido pensadas con anterioridad—, o si los grandes avances podrían llegar a producir una escisión entre el mundo “común” y el científico que pueda abocarnos a potenciales desastres, o si la ciencia puede hacerse tan complicada, solo al alcance del entendimiento de unos pocos, que se convierta de facto en una nueva religión. Al reconstruir de alguna manera Arbre con una visión platónica de nuestro planeta le permite a Stephenson el plantear multitud de temas de nuestra propia tradición de una forma mucho más refinada, libre de los caminos erróneos ya explorados en nuestra Historia. De alguna manera y con todos sus defectos —y ha habido grandes conflictos en su pasado— Arbre es una imagen perfeccionada de la Tierra, ya que la existencia de los concentos le da una base de estabilidad y continuidad histórica, científica y filosófica a una sociedad secular por otro lado tan inestable en lo político como la nuestra, donde los grandes cambios se ven compensados por el sentido de permanencia de los avotos. De esta manera, el autor se dota de un magnífico instrumento para estudiarnos a nosotros mismos, para juzgarnos y para situar bajo el microscopio nuestros logros y fracasos.
Es una pena que el ritmo mayoritariamente lento lastre la magnífica tarea de construcción de Arbre y de la trama con ese ¿sorprendente? final. El planeta y sus habitantes se convierten en un mero lienzo para plasmar la argumentación de Stephenson tratando de demostrar la relevancia e importancia de la aplicación práctica de las teorías, sin la cual, viene a decir, estas no tendrían sentido; el saber por el saber no vale de nada. La lástima es que este sentido didáctico se adueña en exceso de la narración haciendo que incluso las escenas supuestamente más emocionantes y dramáticas (y hacia el final, cuando la novela cambia de referente espacial, hay unas cuantas de ellas) se conviertan en una suerte de lección, muy interesante, sí, pero que consigue despojarlas precisamente de su emoción.
Stephenson triunfa de forma apabullante en la construcción del mundo, tan cercano y tan lejano al nuestro, y ofrece al lector una nueva ración de personajes curiosos y atractivos. Sin embargo, fracasa en transmitir al lector de una forma más amena sus brillantes disquisiciones teóricas. Libro a libro, Stephenson se va convirtiendo en un escritor más farragoso, llegando incluso en esta ocasión a renunciar prácticamente a su peculiar y característico humor, a esos diálogos cómicos marca de la casa que aquí casi brillan por su ausencia —y lo que se agradecen cuando por fin hacen breves actos de presencia—. Anatema es un libro muy interesante con un ritmo plomizo, plagado sin duda de grandes descubrimientos, pero para el que hay que armarse de enorme paciencia para poder avanzar a lo largo de su exceso de explicaciones. Es un libro enorme, monumental, que peca quizá de querer abarcar demasiado olvidándose de que lo que tiene entre manos es una novela y no un ensayo.
A pesar de todas mis palabras negativas, considero Anatema una lectura hasta cierto punto recomendable por sus ideas, siempre que el lector sepa dónde se está embarcando; pues ya solo la construcción y descripción de la sociedad de Arbre y la enorme tarea léxica desarrollada por el autor merecen la pena, la trama es interesante, el misterio es atractivo, y el pecado del ritmo puede obviarse con la debida reserva de tiempo y la citada paciencia. Además siempre se puede ir jugando a descubrir todas las semejanzas y equivalencias entre Arbre y la Tierra, a qué corresponde cada teoría o cada tecnología o a quién cada personaje histórico… Que cada lector entre en las páginas de Anatema bajo su propia responsabilidad; al final el resultado no dejará de ser algo satisfactorio y, eso no se le puede negar, se habrá aprendido algo por el camino, y es que Anatema es, cuando menos, didáctico.
Tanya Huff.
Reseña de: Jamie M.
Nabla Ediciones. Col. Fantastika. Barcelona, 2008. Título original: Summon the Keeper. Traducción: María Pardo Vuelta. 447 páginas.
De Tanya Huff en nuestro país se había publicado previamente la serie de Los libros de la Sangre (La Factoría), donde ofrecía nuevas visiones de los monstruos clásicos (vampiros, hombres lobo, momias, zombies…) desde una óptica más humana, aunque sin llegar a despojarlos de su capacidad aterrorizadora, y que también serían convertidos en serie de TV bajo el título de Hijos de la Noche (Blood Ties). Fueron cinco libros que pasaron —injustamente en mi opinión— muy desapercibidos debido quizá a su desafortunada inclusión dentro de la colección de Vampiro que seguramente hizo que no llegasen a encontrar a su público objetivo: los seguidores del juego de rol no los compraron al no pertenecer al mismo y los lectores que hubieran podido estar interesados los pasaron por alto al pensar que formaban parte de la franquicia. Más recientemente también llegó a las librerías la aportación de la autora al mundo de Ravenloft: La venganza de Aurek.
Ahora, Nabla ediciones nos ofrece una nueva serie —aunque originalmente ya tiene sus añitos—, en este caso trilogía, sobrenatural de Huff, que se abre con este La Guardiana y han continuado ya con La segunda llamada.
Es esta una novela que lo más fácil sería enclavar dentro del género de la Fantasía Urbana, y que sin embargo se escapa de la etiqueta y es algo más difícil de clasificar que eso. Con ciertas pinceladas —algo diluidas, eso sí— de terror, con guiños a las historias de mansiones encantadas, con un toque de romance paranormal… lo cierto es que lo que finalmente domina el libro es el humor y la comedia. Un humor socarrón e irónico muchas veces, pero también muy sutil en ocasiones, que recuerda de alguna manera —salvando las incuestionables distancias— al de Gaiman y Pratchett en Buenos presagios.
Claire Hansen es una guardiana, perteneciente a una rama de la humanidad que desciende de Adán y Lilith, que poseen grandes poderes mágicos y que tienen la tarea de evitar los “desgarrones” en nuestra realidad, sellando las fugas o agujeros en el tejido del universo desde los que el mal trata de escapar hacia nuestro mundo. Al comenzar el libro, Claire, cargada de maletas bajo la lluvia en las calles de Kingston, Canadá, ha sido “convocada” a una pensión de mala muerte llamada «Campos Elíseos». A la mañana siguiente de su llegada descubrirá, para su consternación, que se ha convertido en la nueva propietaria del lugar y que el mismo incluye un agujero al infierno en el sótano, una mujer que lleva dormida desde 1945 en la habitación 6, un fantasma en el ático y un ascensor entremedio que no siempre parece llevar a la planta solicitada. Así que el mundo parece venírsele encima al hacerse consciente de la posibilidad de verse anclada durante mucho, mucho tiempo —incluso de por vida— en la pensión dado el peculiar equilibro de fuerzas.
Para ayudarla en tan singular tarea, Claire cuenta con la “inestimable” asistencia de Austin, un sarcástico y poco políticamente correcto gato parlanchín, de edad avanzada, que parece más preocupado en hacer chistes a costa de la Guardiana y en recibir comida no geriátrica que en los problemas de su compañera; situación que da lugar a algunos de los mejores y más divertidos diálogos de la novela.
La Guardiana se desarrolla casi como una obra de teatro, en la que en apenas un único escenario —son pocas las ocasiones en que los protagonistas se alejan de la pensión— van entrando y saliendo los diferentes actores: por un lado los principales, los residentes permanentes en el lugar, incluida Claire, y por otro los secundarios que dan el contrapunto entre los esporádicos huéspedes y la vecina cotilla y molesta que no para de personarse en el lugar en los momentos más inoportunos.
Entre el plantel de protagonistas, además de a Claire —una mujer valiente e ingeniosa, aunque algo insegura en ocasiones, dotada de gran decisión menos cuando las cosas parecen afectar a su vida personal, con un gran corazón que a veces parece querer abarcar demasiado— y del mencionado Austin, el lector va a encontrarse con Dean McIsaac, el joven —20 añitos— cocinero y chico para todo que la Guardiana hereda con la pensión y con el que establecerá una atracción sexual no resuelta al ser “demasiado joven para ella”, y con Jacques Labaet, un libidinoso fantasma franco-canadiense de épocas pasadas que suspira por ser corpóreo de nuevo, más que nada para disfrutar de los placeres carnales una vez más.
Entre la clientela, diversos seres de la noche y un grupo de olímpicos jubilados en viaje de la tercera edad realmente hilarantes. Y no podemos olvidar a la señorita Abrams, la vecina metomentodo e inoportuna siempre acompañada de su agresivo doberman que encontrará un hueso duro de roer en Austin; ni a Diana, la problemática hermana de Claire, estudiante también para convertirse en Guardiana, poseedora de un enorme poder y muy poco sentido común, y a la que los desastres parecen seguir dondequiera que vaya. Mención aparte merecen las conversaciones que un desquiciado Infierno mantiene consigo mismo a través del agujero del sótano y su peculiar interacción con la Guardiana.
Huff, consciente de lo que tiene entre manos, estira sin embargo en ocasiones excesivamente ese lado cómico de los personajes o de las situaciones, adentrándose de lleno en la caricatura y desdibujando el realismo de los mismos —el caso de Jacques sería el más evidente—, lo que hace que se pierda un tanto la tensión necesaria en los momentos más “serios”, donde el terror debiera haber dominado la escena sin llegar a conseguirlo. Tal vez no era su objetivo.
La Guardiana es un libro divertido, difícil de clasificar, frenético en muchas ocasiones, que se aleja sin duda de la actual “fantasía urbana”, un tanto dado a la exageración y con un puntito perverso muy refrescante. Es una comedia de enrredos en medio de una carrera contra el Infierno. Claire, si no quiere verse atada para siempre al «Campos Elíseos», deberá encontrar la manera de sellar la brecha del sótano sin despertar a la huésped de la habitación 6 mientras lidia con la atracción que siente por dos hombres que se le antojan equivocados —uno es demasiado joven y el otro está demasiado muerto— y aún así encuentra tiempo para embarcarse en la reforma de la pensión y dar alojamiento a la más variopinta clientela. Casi nada. ¿Podrá con todo ello Claire? Tendréis que leer el libro para saberlo, pero al menos la diversión —creo yo— está garantizada. Me voy a por el segundo.
Ursula K. Le Guin.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Minotauro. Barcelona, 2009. Título original: Lavinia. Traducción: Manuel Mata. 313 páginas.
Un poeta moribundo, que sabe que acabará sus días sin haber podido dar un final adecuado a su obra magna y que habla con su creación tratando de encontrar una efímera redención en el pasado. Una princesa del Lacio, que se sabe viva y personaje del poeta a un tiempo, juguete de lo escrito, y que no dudará en enfrentar el porvenir con una personalidad propia que le había robado el poema.
Al morir en el siglo I d.C. Virgilio dejó inacabado o sin corregir —o al menos eso argumentan los expertos en el tema ante su brusco final— el épico poema por el que más habría de ser recordado: La Eneida. Al recibir el encargo de escribir una epopeya para los romanos al estilo de la Ilíada o la Odisea, el poeta tomó a un apenas importante personaje de la primera de estas obras, Eneas, y lo convirtió en el protagonista de un viaje de proporciones míticas, desde las cenizas de Troya, navegando por buena parte del Mediterráneo hasta arribar a las costas de Italia, donde fundaría una colonia que podría ser el preludio de lo que después sería Roma, desatando antes de esta tarea un cruento enfrentamiento.
Ursula Le Guin, utilizando un truco similar, toma a un personaje muy secundario de la Eneida —quien siquiera tiene un diálogo— Lavinia, hija del rey Latino del Lacio, profetizada esposa del héroe, y la convierte en la protagonista de la historia entrañable y a la vez monumental que nos ocupa. Para Virgilio, Lavinia —como la Helena de Homero— es un mero motivo, una excusa, para desatar el conflicto, más como simple e involuntaria portadora de presagios que como pieza importante de los sucesos que ella misma desata. La princesa es una mera sombra, causa de la guerra sin tener arte ni parte en ella, manteniéndose en un segundo plano casi anónimo.
La autora le otorga el protagonismo que el poeta le había negado, le da voz y existencia propia, la trae al frente de la escena dándole el papel que se merecía pero que nadie parecía sospechar que escondía hasta que Le Guin la saca de entre las bambalinas. Su Lavinia, sin duda, ya no es la de Virgilio, aunque la historia de la Eneida sea el trasfondo que acota toda la narración. Su destino parece inexorable e ineludible, escrito mucho después de su existencia e imposible de modificar. Pues en esta historia el lector va a encontrar la voz de Lavinia, en primera persona, narrando la realidad de su vida cotidiana y los aciagos hechos que llevarán, a la larga, a la guerra y a la muerte.
Lavinia es aquí un personaje fuerte, con personalidad propia, segura de si misma, amable, valiente, consciente de quién es, de cuáles son sus objetivos y anhelos, y de lo que debe hacer para alcanzarlos. Perfectamente integrada en la sociedad agrícola del mundo prerromano, la autora le da un papel activo en el devenir del día a día, ayudando en el acarreo de la sal desde las salinas del río Tiber, trabajando en el telar o en los bordados, ocupándose del altar de los dioses y espíritus del hogar como es su deber de princesa y realizando otras tantas labores de la casa. Le Guin encara un enfoque más histórico que mitológico —o fantástico— de la narración; los dioses no tienen una presencia física entre los mortales, sino que tienen su lugar en los rituales y profecías, de gran importancia e influencia para los humanos, pero sin intervenir directamente en sus vidas.
La novela se enclava en cierta manera dentro de la línea más intimista de la producción de la autora. A pesar del tema evidentemente épico de las fuentes de las que bebe —y que late en todo el trasfondo—, el lector se encuentra aquí con una prosa donde el lirismo y el sentimiento se apoderan muchas veces de la narración. Hay unas cuentas batallas y mucha tragedia, sí, pero Le Guin no las muestra directamente, puesto que Lavinia, quien está narrando su historia, no es testigo directo de los hechos, sino que es algún otro personaje quien se las cuenta. Así, la novela se va a centrar más sobre el destino que se abate sobre la protagonista y cómo esta lo enfrenta con valentía, temor y algo de resignación.
Cuando la joven acude al oráculo del bosque de Albunea esperando encontrar un mensaje de sus dioses, lo que halla es el espíritu del poeta que mucho tiempo después habría de escribir la historia que ella misma tan solo está empezando a vivir. Paradójicamente Lavinia parece ser en cierta forma consciente de su “realidad” como personaje de ficción, y de su inmortalidad —literaria— por un lado y de la fatalidad a la que está abocada por otro. Le Guin juega una vez más —y van…— con los límites de la propia ficción, diluyendo sutilmente la línea entre realidad y fantasía, entre hechos históricos y mitológicos, entre creación literaria y homenaje poético. Virgilio se convierte en creador y en personaje, reimaginado el final de su vida tras su muerte; cuando se presenta ante Lavinia sabe que se está muriendo, que solo es su espíritu errabundo el que habla con la mujer, y es consciente de que su gran poema quedará seguramente inacabado y sin revisar ya que no le quedan fuerzas para darle el fin adecuado. No quiere que la Eneida vea la luz, pero sabe que es imposible impedir su publicación. Así, la autora le ofrece la oportunidad de alcanzar cierta redención a través de Lavinia, de llevar la historia a una conclusión más satisfactoria, de darle una voz a la princesa y cerrar el viaje de Eneas. Y lo hace con la propia voz de la autora, quien deja su maravillosa firma en cada página y, sobre todo, en su protagonista.
Porque Lavinia, como la mayoría de los personajes femeninos de Le Guin, es una mujer llamada a dominar la escena. Es ella la verdadera heroína ante la imagen idealizada por el público del propio Eneas —hijo de una diosa—; es una mujer que no puede evitar provocar una guerra con los presagios que su mera presencia desencadena —que no son sino las revelaciones del poeta—, pero que se niega a ser una mera comparsa de los designios de los demás. Y su heroísmo nace, precisamente, del conocimiento recibido en Albunea: el de que se casará con un extranjero, lo que la llevará a rechazar a todos sus pretendientes, incluso a Turno, rey de Rutulia y el preferido por su desequilibrada madre, Amata, aún sabiendo que ese rechazo llevará directamente al derramamiento de sangre; el de todos los hombres que morirán, nombre por nombre; o de la tragedia que se abatirá sobre su matrimonio tras los breves años felices de forma inevitable, pues se encuentra escrito, aún a pesar de todas sus esperanzas de apartar de ella el fatídico desenlace de su historia con Eneas.
Es esta una historia que se hace grande en los detalles, en la descripción de ese Lacio que se hace cercano y verídico en la descripción de sus gentes y costumbres, y que demuestran una gran labor de investigación por parte de la autora, que ha conseguido plasmar con su prosa habitual —esa apariencia de simplicidad que esconde una sofisticación impresionante— un pasado totalmente convincente, donde la realidad asoma por cada esquina, en cada acción de los personajes, en los hechos más mundanos y domésticos, en las labores del día a día, en los paisajes… Lavinia, como tantas otras obras de Le Guin, no es sino la historia de unos individuos que buscan su lugar dentro de la sociedad en la que viven, perfectamente retratada y descrita. De esta manera, el estudio sociológico se hace —una vez más— con una parcela fascinante del libro, sumergiendo al lector en unas costumbres extrañas, pero totalmente creíbles y, finalmente, cotidianas.
La historia no es, en contraposición a la historia de Virgilio, un poema épico, a pesar de la épica de sus protagonistas. Es una historia mucho más íntima, que cautivará a los que disfrutaron con la Le Guin de Tehanu o El nombre del mundo es bosque. Lejos de las batallas y las disputas de los hombres, que permanecen como constante telón de fondo, el libro le habla al lector de las preocupaciones y quehaceres de aquellas que se habían deslizado entre los versos de la antigüedad, lejos de los focos, lejos de las emociones violentas, y lo hace con un interés y una profundidad que consigue que el lector quisiera saber mucho más de todo ello. Lavinia es, sin duda, Literatura Fantástica, pero es una fantasía que suena a realidad, que hace casi innecesaria la suspensión de la incredulidad —y eso a pesar de espíritus y profecías y personajes que hablan a través del tiempo que les separa—; que se acerca a un pedazo del Lacio, previo a los reyes de Alba Longa y a la fundación de Roma, y lo reimagina de una forma que lo hace real; que ofrece el relato de una mujer de su tiempo —sin proyecciones ni comportamientos del nuestro— que se enfrentará con decisión a las pruebas que el destino ha puesto en su camino y que se hace poderosa sin llegar a ejercer realmente el poder; que habla de unos hombres que no son sino víctimas de unas pasiones, ambiciones y amores que muchas veces no saben ni expresar; de un poeta en busca de una voz para su postrer criatura alcanzando así su perdón; de un héroe trágico que en momento alguno deja de ser juguete de su propia leyenda escrita muchos años después de su muerte. Es un cuento, en verdad, para paladear con calma y tranquilidad, para degustar muy lentamente, capa tras capa de revelaciones, de significados y de diferentes lecturas, de mensajes y profundidades que van surgiendo conforme se deja reposar y se reflexiona sobre lo leído.
Lavinia, la novela, es el diario de una mujer de su tiempo y un juego metaliterario en el que se mezclan las épocas con extraordinarios resultados. Quizá no sea lectura para todo tipo de lectores, sino de un público concreto —aquel que disfruta de la Le Guin más íntima, alejada de su vena cienciaficcionera—, pero yo confieso haber disfrutado de principio a fin. Una vez más, Ursula K. Le Guin me ha rendido a sus pies.
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Reseñas de otras obras de Ursula K. Le Guin:
Los dones. Anales de la Costa Occidental I.
Voces. Anales de la Costa Occidental II.
Poderes. Anales de la Costa Occidental III.