Richard Laymon.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
La Factoría de Ideas. Col. Eclipse # 63. Madrid, 2012. Título original: Island. Traducción: Beatriz Ruiz Jara. 351 páginas.
A pesar de la colección en que La Factoría ha decidido incluirla, es difícil calificar estrictamente de «terror» esta novela sino que se encontraría más cercana al thriller de suspense,
con abundantes y sangrientas muestras de violencia y sexo —algunas descritas
con crudo detallismo— y buenas dosis de tensión. El manido tema de unos
«náufragos» que intentan sobrevivir en una isla desierta a una amenaza
ignota es pasado por el tamiz de la observación de un calenturiento
narrador que va a plasmar en un diario los diferentes acontecimientos y
sus, muchas veces, bastante inconfesables pensamientos. Divertida en ocasiones
—aunque con un «humor» ciertamente negro— y muy dura en otras, la novela
es un descenso a las profundidades de la maldad, retratando lo que es
capaz de hacer una persona a sus semejantes cuando se encuentra liberado
de las cadenas de la moral y la contención que la sociedad impone. En
la soledad de la Isla, la mente pervertida encuentra la libertad para
desatar sus bajas pasiones, llevando la crueldad al extremo. No es esta
una lectura para todos los paladares, ya que contiene algunas escenas
realmente escabrosas y moralmente reprobables, que causan impresión
tanto por los hechos narrados como por la forma de narrarlos.
Cuatro
parejas, un ex marine con su joven y muy atractiva segunda esposa, y
las tres hijas de él —dos de su primer matrimonio y una del actual— con
sus respectivos maridos / novios se habían embarcado en un viaje de
placer en yate que se ve interrumpido de forma trágica cuando, al
detenerse en una isla desierta para celebrar un picnic, el barco estalla
con el marido de la hija mayor a bordo. Es en ese punto donde la novela
empieza, con el grupo en la playa, superada la primera impresión y
haciendo recuento de sus recursos. Los siete supervivientes tratan de
convencerse de que la situación no es tan mala como pudiera parecer.
Tienen alimentos y agua en abundancia, el clima es benigno, salvo su
viuda nadie parece que vaya a echar mucho en falta al fallecido, y sin
duda alguien irá a rescatarlos antes de que pase demasiado tiempo.
Rupert Conway,
joven universitario de primer curso aspirante a escritor, apocado y
poca cosa, un tanto perdedor, bastante acomplejado y torpe hasta la
desesperación, perennemente salido, novio sin demasiado interés de la
hija más joven —de hecho se pasan toda la novela lanzándose pullas—, se
va a encargar de plasmar en un diario sus vivencias, sus primeros
intentos de supervivencia y las sensaciones que le produce encontrarse
aislado en una playa paradisíaca con tres beldades —Thelma,
la hija mayor no entra dentro de sus cánones de belleza— vestidas tan
solo a cada cual con más exiguo bikini. Pero cuando su suposición de
encontrarse solos parezca demostrarse bastante equivocada con dramáticas
consecuencias el cariz de la aventura adquiere tintes mucho más oscuros
y aterradores. En medio de desapariciones y enfrentamientos, la lucha
por la supervivencia ya no se va a limitar a encontrar alimentos y
refugio de los elementos, sino a intentar evitar que un desconocido
asesino vaya eliminando uno a uno a los hombres del grupo.
Como «marca de la casa» Laymon
carga toda la fuerza de la novela sobre el relato de Rupert, un joven
con la testosterona en niveles máximos que no puede evitar ver el lado
sexual de toda la situación incluso en los momentos más peligrosos.
Enfadado con su supuesta novia, Connie, con la que no ha llegado a tener ningún «escarceo», y atraído por la voluptuopsa madre de esta, Billie y, sobre todo, por una de sus hermanas, la escultural amazona Kimberly,
un cierto sentimiento de culpabilidad no va a apartarle ni de la
detenida contemplación de los atractivos y medio desnudos cuerpos de sus
acompañantes, ni de los lascivos pensamientos en los que va a descargar
todas sus adolescentes fantasías sexuales. La Isla no
es una novela de «Robinsones» al uso, ya que no se centra en la
búsqueda de recursos, la exploración del entorno o la construcción de un
refugio —obviamente algo hay, pero no es lo realmente importante—, sino
que desde un buen principio incide más en la amenaza del asesino y el
intento de defenderse e incluso contraatacar, ideando planes para
mantenerse vivos. Hay pocos momentos tranquilos, pues los protagonistas
—y el lector a través de ellos— se mantienen en continua tensión, sin
descanso apenas, sin saber de dónde va a proceder la siguiente amenaza a
sus vidas.
En
el ambiente «cerrado» de una isla aparentemente deshabitada el animal
reprimido dentro de cada individuo sale a relucir sin cadenas. El deseo
sexual en su vertiente más pervertida y no consentida, mezclando
repulsiva violencia y goce carnal, dominación no consentida y asesinato.
Laymon
trabaja a la perfección el escenario, con una playa de finas arenas
rodeada de una densa jungla que puede esconder cualquier cosa, con una
laguna paradisiaca, cascada incluida, que invita a relajarse, a bajar la
guardia, lo cual podría ser un terrible error. La violencia engendra
violencia, las pasiones se desatan, la venganza clama por sus fueros, y
la traición magnifica la ira y el deseo de causar dolor. El autor
explota sin tapujos la vertiente sexual de la situación, la depravación,
con descarnada crueldad: deseos intensamente carnales, violación,
gráficas torturas, dominación, gente desnuda luchando por su vida con
inoportunas erecciones interfiriendo en la tarea. Una terrible disección
de aquellos que disfrutan y obtienen su placer a través del dolor y
sufrimiento ajeno.
El autor,
narrando en primera persona a través de su un tanto asocial y misógino
cronista, utiliza una inteligente estructura de apariencia un tanto
atropellada —conscientemente buscada—, volviendo sobre acontecimientos
que habían quedado olvidados o relegados en pos de escribir otros más
«importantes», creando una sensación de anticipación y misterio, de
tensa emoción y terrible suspense. La identidad del asesino no va a
quedar mucho tiempo en secreto, pero sí sus motivaciones y objetivos,
así como la existencia o no de cómplices que pudieran estar ayudándole o
la presencia de más gente en la isla.
La
acción surge a través de la visión sesgada de Rupert mientras el joven
va plasmando los sucesos en sus diarios, de forma un tanto entrecortada,
tamizada por sus propias opiniones y deseos y su continuo calentón —en
la mayoría de las ocasiones parece más interesado en escribir sobre las
mujeres y el deseo que crean en él antes que sobre lo que les está
sucediendo—. Hay momentos en que tanta insistencia en el tema se hace
algo cargante y difícil de aceptar, sobre todo cuando la situación es
desesperada o muy peligrosa y él parece encontrarse en otro mundo ideal
donde es el macho alfa y todo lo que importa es la cantidad de piel que
enseñan las mujeres y el tamaño de sus pechos. Sin embargo, lo cierto es
que reflexionando sobre ello uno cae en la cuenta de que existen
jóvenes, muchos, así, lo que hace la lectura todavía más aterradora.
Rupert no duda en plasmar en su diario incluso aquellos detalles
escabrosos que peor le dejan a él o a sus acompañantes, aquello que
cualquiera ocultaría con vergüenza, pero que él considera necesario
incluir para que se pueda interpretar lo sucedido en toda su auténtica
dimensión, sin justificaciones ni peticiones de perdón para la actuación
de cada protagonista.
La Isla
es una novela dura, narrada con aparente despreocupación e ironía desde
la óptica del joven testigo que asiste a hechos realmente terribles y
repugnantes con una fascinación morbosa. Horror que causa espanto por
los abismos a los que es capaz de rebajarse la mente humana, más que por
el miedo que pueda provocar el relato en sí mismo. Una intensa
narración, irritante, sexista, que atrapa de forma atractivamente
repugnante como esa llaga purulenta y supurante que duele al tocarla
pero en la que es inevitable seguir hurgando —seguir leyendo—. Una
lectura desasosegante y brutal, cargada de sexo y violencia explícitos
—a veces a un mismo tiempo—, no apta, en absoluto, para todos los
públicos, y cuyo final, no del todo inesperado pero sí sorprendente por
lo que supone del cambio de enfoque que matiza todo lo anterior, no
dejará indiferente.
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