Alberto Rodríguez Andrés.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Apache Libros. Col. Pluma Futura. Madrid, 2021. Ilustración de cubierta: Miguel Ángel Martín. 153 páginas.
El Premio UPC de novela corta de ciencia ficción fue convocado por primera vez en 1991 impulsado por el Consell Social de la Universitat Politècnica de Catalunya, gozando en los años ‘90 del siglo pasado de su mayor pujanza y reconocimiento, perdiendo algo de fuerza en años posteriores y volviendo a resurgir un tanto en la actualidad, aunque bien sea en su nuevo formato bienal. En la convocatoria de 2020 el jurado, compuesto por Lluís Anglada, Miquel Barceló —quien también se ocupa de escribir la presentación del libro—, Josep Casanovas, Jordi José y Manuel Moreno, otorgó el primer premio del certamen a la obra que nos ocupa, Cielos clausurados. El primer punto a dilucidar a la hora de enfrentar la lectura sería el de la adscripción genérica de la novela. Por un lado, la temática del premio hace referencia a la ciencia ficción, pero, por otro, el contenido de la trama retrotrae a una larga tradición del fantástico en que la muerte deja de tener efecto y elementos sobrenaturales —el mismo Diablo acompañado por la Muerte— deben desfacer el entuerto. Lo mejor será dejar en manos de cada lector la elección, haciendo hincapié, eso sí, en la singular apuesta humorística de la obra.
Un día, mientras se encuentra en su despacho, Dios recibe la visita del arcángel Gabriel, quien le comunica una preocupante noticia: San Pedro ha desaparecido y con él las llaves del Cielo. Nadie puede salir y, todavía peor, nadie puede entrar. La solución pasa por contactar con el Diablo, quien desde hace años responde a un nombre parecido a José Antonio o Jesús Mari y es el propietario, presidente, director ejecutivo, responsable de ventas, contable, repartidor y único empleado de Distribuciones Ibáñez, así que le envían un mail y le encargan la misión de reabrir las puertas. Para ello contará con la ayuda de otro agente entrópico, un antiguo compañero de correrías con el que hace tiempo que no tiene contacto, la Muerte, conocido ahora como Constantin Wesen, y que se encuentra en un buen lío al no conseguir que ninguna de las personas a las que otorga su toque se queden muertas. Juntos iniciarán un periplo por una Europa inmersa en una imparable catástrofe al estilo de una buddy road movie en busca de las llaves que hará resurgir algo de la vieja química y muchos de los reproches.
Las personas que debieran haber subido a los cielos deambulan por la Tierra, para mosqueo de los vivos. Y así esta es también la historia de Merche y Bernardo, dos cincuentones sin demasiada suerte en la vida que ven en la circunstancia de su no-muerte una oportunidad de volver a vivir parte de lo perdido.
Partiendo de una premisa bastante recurrente —la muerte se detiene con todos los problemas posteriores asociados a esta circunstancia— lo importante es lo que el autor hace con ella, el enfoque e intenciones del relato. Y Rodríguez se sirve del planteamiento para ofrecer tanto una aventura desmadrada y divertida que llevará a los dos compañeros hasta las puertas de Chernobyl mientras se ven envueltos en una simpática locura, como una serie de reflexiones de todos los calibres de lo más mundano a lo más profundo. Más que en los grandes actos el camino al Infierno se encuentra construido con las pequeñas cosas, las frustraciones del día a día, las mezquindades, los enfados, las tonterías y los incordios aparentemente sin importancia. Esta es una novela de perdedores, de personas anónimas, de gente sin suerte; de aquellos que tan solo quieren un poco de tranquilidad en sus vidas y de repente tienen el destino del mundo en sus manos. Y las situaciones hilarantes tienen un filo doloroso que llega a cortar, un reflejo en que no gusta reconocerse.
Si bien las dos tramas se ven totalmente desligadas la una de la otra, siendo mucho más interesante la de el Diablo y la Muerte, la línea de Merche y Bernardo se entiende como la manera del autor de ofrecer una visión a nivel particular de las consecuencias del cese de los decesos. Ambos ahí como una especie de representantes de todos esos muertos que no han podido dar el siguiente paso, con sus singulares preocupaciones y problemáticas, aunque visto lo visto se antoja que quizá hubiera sido más interesante una imagen más global, con un mayor número de ejemplificaciones. Con sus problemas personales y familiares, con su búsqueda de un lugar donde quedarse o encajar, con sus encuentros con otras personas, vivas y no muertas, Merche y Bernardo dan muestra de lo que debe estar sucediendo alrededor de todo el globo, ejemplificando en sus carnes lo bueno y, mayoritariamente, lo malo de la naturaleza del ser humano. Ellos son el rostro de toda la humanidad y el retrato no es precisamente muy favorecedor, aunque se enfoque bajo una mirada divertida.
Cielos clausurados derrocha humor de todos los calados, del más limpio al más socarrón, de la broma fácil o la más dolorosa ironía, y si bien algunos chistes se ven más que reciclados —lo de las rotondas, por dar un ejemplo, lleva ya tiempo en el acervo colectivo— en general la sonrisa no tarda en aflorar, incluso cuando lo más terrible de la situación golpea a los protagonistas. El autor utiliza un tono irreverente, pero también cariñoso y cercano, que hurga en lo peor y mejor de la condición humana. Porque, en efecto, también hay drama en el relato, convirtiendo todo él en una tragicomedia costumbrista por un lado y en una historia de carretera y compañerismo por el otro.
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