Brandon Sanderson.
Reseña de: Santiago
Gª Soláns.
Fantascy.
Barcelona, 2014. Título original: Legion & The Emperor's Soul.
Traducción: Rafael Marín. 238 páginas.
Para los que disfrutan de
una fantasía intrigante, entretenida, bien diseñada y desarrollada,
bien escrita, con atractivos, únicos, intrincados e inteligentes
sistemas de «magia», personajes estupendos y tramas subyugantes, y
no les apetece leerse toda esta reseña, voy a hacerles un resumen de
lo que viene a continuación: Sanderson lo ha vuelto a hacer,
así que pueden ir a leer directamente el libro. No importa que la
distancia sea breve o que se trate de uno de sus habituales «tochos»
o macrosagas, el autor siempre sorprende y cautiva. En este volumen
ofrece dos novelas cortas que se disfrutan de principio a fin dejando
con ganas, sobre todo en la primera, de «más». Dos historias
totalmente diferentes, Legión, una fantasía
contemporánea que aúna al thriller detectivesco algo de humor e
intriga temporal, y El alma del emperador, un relato
tangencialmente situado en el mismo mundo de Elantris,
que ofrece otro de los fascinantes sistemas mágicos del autor y una
trama llena de tensión. Menores en volumen, también se podría
pensar que lo fuesen en interés, pero no es así, destilando en
cambio en sus páginas toda la esencia del autor.
Con la acción situada en
nuestros días, abre el volumen Legion. Stephen Leeds
es un hombre muy peculiar, sufre de una especie de disociación de la
personalidad que le permite generar toda una serie de «entidades
alucinatorias» o «aspectos», que, aunque nadie más puede ver, son
muy reales y tangibles para él, siendo sin embargo plenamente
consciente de su naturaleza aunque sólo fuera para mantener un ápice
de su propia cordura. Tan «tangibles» que comparten con él en su
mansión, cada una con su habitación particular ―cuarenta y siete
dormitorios―, viajan en cualquier transporte con su propio asiento
―aunque el resto del mundo se empeñe en verlo vacío―,
comen, discuten, tienen su propia idiosincrasia, conocimientos
especializados y personalidad individual... y, sobre todo, le ayudan
a resolver los casos que le han hecho famoso. Y es que Stephen es una
persona intelectualmente «normal», pero las aportaciones de sus
compañeros alucinatorios le convierten en un auténtico genio,
experto en cualquier área en la que uno de ellos se especialice:
psicología, método deductivo, lingüística, uso de armas y
tácticas militares, teología...
Cuando Stephen recibe el
encargo de recuperar cierta cámara fotográfica capaz de captar
instantáneas de momentos del pasado y alterar con ello nuestra
visión de la Historia, se embarca en un periplo que le llevará a
él, y a alguna de sus alucinaciones, desde los EE.UU. a la
ciudad santa de Jerusalén. Sanderson aprovecha para
explorar la naturaleza del tiempo, los entresijos de la mente, el uso
torticero de la tecnología, el enfrentamiento ―o no― entre la
razón y la fe, la persistencia histórica de las creencias, el
peligro de los integrismos, y la connivencia entre religión y
política. Todo narrado con abundante humor, pero con un tono muy
serio cuando la situación lo requiere. Y si bien, la investigación
y búsqueda de la cámara es el motor de la narración, lo cierto es
que el máximo interés del relato se sitúa sobre las peculiares
relaciones que el protagonista establece con sus «alter egos» ―
si fuese posible llamarlos así―.
La distancia corta
«fuerza» al autor a desprenderse de ciertos artificios y a utilizar
un estilo directo y poco descriptivo que quizá resulte un tanto
áspero para lo que acostumbra, con un ritmo rápido y un desenlace
un tanto apresurado. Además, de forma algo frustrante para el lector
deseoso de «saber más», a lo largo de la trama Stephen sólo
se hace acompañar de unas pocas de estos aspectos, dejando en el
tintero la participación en otras posibles aventuras del resto de
sus «compañeros». Esta cuestión, sumada a la promesa que queda en
el aire de la futura búsqueda de cierta persona que desapareciera de
la vida de Stephen años ha, y a la que desea recuperar con ahínco,
dejan la sensación ―aunque quizá tan sólo se trate de un deseo
personal― de que Legión pudiera ser tan sólo el prólogo a una
posible novela con una futura y mayor aventura, algo que ―crucemos
los dedos― parece ser ya está en proceso.
En El alma del
emperador, novela corta merecedora del Premio Hugo 2013,
el autor «cambia» ―aunque seguramente esa no sea la palabra
adecuada― radicalmente de registro respecto a la anterior,
volviendo al tipo de fantasía al que más tiene acostumbrado a sus
lectores, con un alto componente mágico y una ambientación
«histórica», en este caso de tendencia oriental.
Shai ha sido
condenada a muerte por «falsificadora», una persona que por
observación y dotes puede alterar la realidad misma, haciendo que
una cosa parezca otra, siempre que se encontrase en su naturaleza
serlo ―puede hacer que un simple jarrón se «convierta» en una
pieza de alfarería más bella o de apariencia antigua y valiosa,
pero no transformar una cadena de hierro en jabón―. Una cualidad
mágica que consigue «reescribir» la historia del objeto, tallando
una serie de «instrucciones» en un sello que impreso en aquello que
se desea cambiar hace que se convierta en la mejor versión de sí
mismo. Ahora debe enfrentarse a una poco difícil decisión, morir o
falsificar el alma del emperador Ashravan de los Ochenta Soles,
quien yace en cama sin conciencia tras un intento de asesinato que lo
ha dejado malherido. Pero no se trata de restaurar su cuerpo, sino de
«reconstruir» su mente y personalidad para que nadie pueda
sospechar que algo ha cambiado. El rumbo del Imperio y el destino,
incluso la vida, de los árbitros que actualmente lo dirigen dependen
de ella, de que realice una tarea aparentemente imposible a
contrarreloj, en un plazo de 98 días, a la que seguramente no
sobreviva. Así que mientras se sumerge en la tarea, intenta planear
también una vía de escape, mientras pende sobre su cabeza la
amenaza de un «sellador de sangre», quien ha enlazado a Shai,
mediante el uso de un sello con su sangre fresca, a sus «mascotas
no-muertas», aterradoras, imparables y mortíferas criaturas
esqueléticas.
Bajo una trama de
suspense y política, Sanderson desliza una reflexión sobre el
auténtico valor y profundidad del arte o el papel del artista una
vez ha terminado su trabajo. ¿Si una falsificación es tan perfecta
que no se distingue del original, es menos valiosa? ¿Puede el
artista decidir sobre el destino de su obra una vez entregada? ¿A
quién pertenece en realidad? El otro gran tema es el uso, o abuso,
del poder. Quienes encargan el trabajo a Shai lo hacen para mantener
sus prerrogativas, para seguir sosteniendo en sus manos el destino
del Imperio, incluso llegando a conspirar entre ellos para sacar
beneficio particular de la situación. E incluso subyace un tercer
tema en ese intento de forjar una nueva alma para el emperador: la
cuestión sobre la auténtica naturaleza de la personalidad y la
identidad, el saber qué es lo que hace único a un individuo, qué
experiencias le hacer ser lo que es, y qué circunstancias y
decisiones son las que le llevan a obtener todo su potencial o a
quedarse en una sombra de lo que pudiera haber sido...
Como si de una obra de
teatro se tratase, no hay muchos escenarios a lo largo del relato: la
celda de Shai, el cuarto del emperador y pequeños vislumbres del
palacio; apenas hay trasfondo y muy pocos personajes, por lo que la
atención no se dispersa en momento alguno. Habiendo acostumbrado a
sus lectores a una gran labor de creación del mundo, a una pausada
cadencia de revelaciones, a la lenta liberación de detalles de sus
libros más voluminosos, aquí Sanderson va casi directo al meollo,
con un ritmo pausado pero que mantiene en todo momento la tensión,
mezclando la investigación de la falsificadora sobre la personalidad
del Emperador y su «construcción» de un modelo para recrearlo, con
una serie de conversaciones con uno de los árbitros que le encargan
el trabajo, Gaitona, de dónde saldrá la gran carga
filosófica del relato, enfrentado dos posturas absolutamente
antagónicas sobre el uso del arte y la falsificación, sobre la
ética y la propia vida. Quizá el resto de personajes se «sienten»
un tanto como meras comparsas, con poco contenido, pero ya sólo la
relación que se establece entre estos dos, el intento por parte de
Gaitona de comprender por qué Shai hace lo que hace desperdiciando,
según él, su enorme talento, merecería la pena de su lectura. El
conmovedor final es tan sólo la guinda del pastel.
Legión y El alma
del emperador son dos grandes novelas cortas, el aperitivo
perfecto mientras sus lectores esperan obras de mayor «envergadura».
Quizá, para el neófito, no sea la carta de presentación más
representativa del registro habitual de Sanderson, pero sin
duda sirve para hacerse una buena idea de estilo y temática ―sobre
todo en la segunda, ya que la primera podría considerarse incluso
atípica dentro de su producción―, y de su desbordante
imaginación. Y todo de una forma tan interesante como amena, con una
escritura amable y meditada, adecuadamente fluida para que en ningún
momento entorpezca unas tramas imaginativas y vibrantes, aunque no
sean tan épicas como acostumbra, y siempre sugerentes y
sorprendentes ―y, cabe añadir, bien y adecuadamente trasladadas, además, en la
pulida traducción―.
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Reseña de otras obras del autor:
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